Había una vez una
ciudad…
1 SEPTIEMBRE, 2014
Gerardo Martínez Delgado
Nuestras ciudades parecen destinadas al caos. No es una novedad, pero
muchas de las señales de su rumbo desorientado aparecen por aquí y por
allá todos los días. En el panorama dominan las expresiones urbanas de las
desigualdades económicas o del desempleo, pero hay muchas otras
asociadas a males como el desorden, la voracidad inmobiliaria, el gigantismo,
la irrefrenable expansión, la estulticia de la autoridad, el sentimiento de
inseguridad, fenómenos todos revisados y criticados en general, desde hace
muchas décadas, por algunos pensadores críticos de la ciudad occidental.
En México la planeación urbana nunca fue algo que se tomara en serio. Entre
las décadas de 1920 a 1940 los esfuerzos casi solitarios del arquitecto Carlos
Contreras llamaron la atención sobre la imperiosa necesidad de hacer
estudios formales, sistemáticos, con el concurso plural de profesionistas,
empresarios y políticos, para encaminar proyectos de funcionamiento de las
ciudades. Contreras quería demostrar, entre otras cosas, que la planificación
era un buen negocio para el capital, pero en casi todos los casos sus ideas
fueron desestimadas y los planes reguladores que confeccionó para más de
una decena de ciudades terminaron en la basura o adaptados
tramposamente a la conveniencia de unos pocos.
Desde entonces, sólo en el sexenio presidencial de José López Portillo se
contó un esquema de planeación serio (a partir de la Ley General de
Asentamientos Humanos de 1976 y el primer Plan Nacional de Desarrollo
Urbano de 1978) que con alguna inercia logró ciertos resultados exitosos en
los siguientes años, hasta que el triunfo de la ola neoliberal dio paso al festín
del desorden urbano: más desempleo; nuevos flujos de migración de las
exhaustas zonas rurales; libertad de los gobiernos municipales para hacer y
deshacer planes a complacencia de los intereses inmobiliarios; usos y
abusos de los espacios según el gusto y necesidades de malls y cadenas
comerciales; total control de las constructoras para hacer de la vivienda un
artículo supeditado absolutamente a las leyes económicas, sin recato de las
consecuencias sociales, especulativas y espaciales, todo bajo la ignorancia y
displicencia del gobierno federal para fungir como rector de las políticas
urbanas, que debieran funcionar como sistemas y no dirigidas a unidades
(centros urbanos) o circunstancias aisladas (una nueva planta industrial o un
desarrollo turístico, por ejemplo).
A estas alturas no hay, desde luego, lugar para los escenarios utópicos, no
existen las soluciones mágicas, pero quizá tampoco esté todo perdido. Si las
ciudades son un reflejo nítido de la economía —y las mexicanas muestran
vívidamente las contradicciones y problemas económicos que padecemos—,
también debería haber condiciones para echar a andar ideas sencillas,
acciones posibles desde otros ámbitos. A nuestras ciudades les faltan
muchas cosas, pero también son muchas las que les sobran. Parecen existir
algunos resquicios donde pueden coincidir lo urgente y lo viable —más allá
de las modas— para procurar espacios urbanos menos caóticos que puedan
ser el principio de mejores condiciones para habitar.
Hace falta, en primer lugar, un buen sistema de transporte. El de los traslados
es un problema tan añejo, grave y complejo, que aun en aquellas urbes en
las que en los últimos años se han hecho inversiones fuertes (por ejemplo,
siguiendo con más o menos precisión el éxito que el modelo Transmilenio
tuvo en Bogotá, convertido en Metrobús en la ciudad de México y luego
bautizado con otros nombres en León, el Estado de México, recientemente
en Puebla, próximamente en Acapulco), los resultados no han pasado de ser
modestos: subsisten las espantosas, inseguras e ineficientes terminales de
autobuses urbanos, la irregularidad, incomodidad e ineficacia del servicio, y
los camiones tripulados frenéticamente lo mismo por amplias avenidas que
por las más estrechas calles.
Por principio, con habilidades políticas se podrían desarmar las tentaculares
mafias que dominan el sector o convencerlas de que existen otras formas de
participar en un negocio de suyo rentable. Habría que evitar de una vez las
chatarras norteamericanas o los desechos que pasan de una ciudad a otra
para componer buena parte de las flotas de autobuses, que recorren lo
mismo Ciudad Juárez que Veracruz, Tampico o Pachuca; por alguna razón
técnica que no es tan clara, la industria automotriz se empeñó mucho tiempo
en construir camiones pesados, de difícil conducción, que colocaban al chofer
a una altura tal que le distorsionaban la apreciación y dificultaban la
visibilidad de los peatones que cruzaban frente a ellos.
Una inversión menor de empresarios y municipios sería suficiente para
colocar paraderos sencillos y cómodos, con un plano claro de los puntos de
recorrido y paradas de cada ruta. Las empresas de autotransporte bien
podrían sufragar el gasto de implementar un sistema con el que se indique en
cada paradero el tiempo que falta para que llegue la siguiente unidad, aunque
eso parezca demasiado pedir: los autobuses urbanos en nuestras ciudades
con dificultades indican en su parabrisas el número de ruta o dos o tres
referencias de su itinerario.
La promoción de construcciones verticales es una segunda acción, urgente
hace ya más de medio siglo, sobre todo fuera de la capital del país, para
contener la expansión de las atinadamente llamadas manchas urbanas. En
este como en tantos otros casos, las urbes mexicanas han pretendido seguir
fervorosamente el modelo norteamericano (descontando las diferencias,
desde luego) y han hecho de las construcciones horizontales la única opción
para dar cabida a miles de viviendas que devoran todas las tierras que
encuentran en su camino. Las densidades urbanas en ciudades como Mérida
o Guadalajara son ridículamente bajas, no sólo por el número de viviendas
unifamiliares que se construyen, sino por las grandes extensiones de tierra
baldía o casas desocupadas que se acumulan al interior, desplazadas por
nuevas inversiones especulativas en los interminables márgenes.
Una tercera urgencia es aumentar las áreas verdes, los paseos accesibles,
agradables y bien cuidados alrededor de las zonas de vivienda. Hace no
mucho un grupo de vecinos organizados exigió la demolición de un edificio
que ilegalmente se levantaba sobre un espacio de recreo existente, el Parque
Hundido de la ciudad de México. Lo que llama la atención no es el impudor y
facilidad con que un particular se apropia de un terreno público, sino la
capacidad organizativa de una comunidad para lograr mantener o conquistar
espacios elementales y dignos para la convivencia social. Por todas nuestras
urbes los camellones y paseos arbolados están sólo en las colonias
residenciales, pero bastaría un poco de decisión para impedir que el capital
inmobiliario aproveche cada centímetro cuadrado y garantizar áreas de
esparcimiento que, como bien se sabe, son un elemento clave para una sana
convivencia social.
La cuarta urgencia, relacionada de mil maneras con todas las anteriores, y
quizá el tapón más complicado de remover, pero no por ello imposible de
atender, es el uso del sentido común para hacer valer las reglas básicas de
los códigos urbanos. Se podría empezar por una correcta señalización vial (a
veces el principio del caos) y actuar en situaciones que rayan en lo
inverosímil: ¿quién autorizó, por ejemplo, la construcción de la Arena Ciudad
de México, una enorme caja de zapatos asfixiada entre una estación de
ferrocarril, un antiguo matadero y una zona de vivienda popular con unos
cuantos metros de por medio en cada lado? Eso sí, en este caso la influencia
de su propietario (que lo es también de las tiendas Elektra y de TV Azteca)
fue suficiente para que por todos los rumbos de la gran ciudad de México
haya letreros que indican la forma de llegar.
Cambios exprés de usos de suelo, edificios que superan la altura
reglamentaria, obras públicas entregadas tarde y mal por contratistas,
estacionamientos autorizados en los lotes menos adecuados son constantes
en Pachuca o Monterrey, en Hermosillo, Mazatlán o en cualquier ciudad.
Ahora bien, frente a cuatro acciones para promocionar mejores elementos
urbanos debería haber cuatro para desincentivar otros tantos que gangrenan
la estructura urbana, a veces poniendo seriamente en riesgo su
mantenimiento y otras aplazando los problemas, con soluciones que en el
largo plazo tendrán consecuencias aún más nocivas.
Sin género de dudas, habría que empezar por desactivar la fiebre de los
segundos pisos, puentes, pasos a desnivel y el dominio del automóvil. De 20
años a la fecha los alcaldes decidieron que los puentes y pasos a desnivel
eran obras lo suficientemente justificables, visibles, costosas (ya se
sabe: obritas dejan sobritas) y, sobre todo, rentables políticamente. En
Aguascalientes un presidente municipal explicó su prisa por hacer pasos a
desnivel (cronometrada a los tiempos que corrían para lanzar su candidatura
a la gubernatura) como una medida impostergable para modernizar la ciudad,
como lo atestiguaba Saltillo, una ciudad que, sugirió, era mejor porque tenía
más. Lo mismo en San Luis Potosí que Morelia o Monterrey, la estadística de
puentes construidos en los últimos años (con miles de toneladas de acero e
idéntico diseño arquitectónico) daría un equivalente —en sus proporciones—
a los segundos pisos, públicos o de paga, que en la capital coronan la nueva
etapa de la mostruosidad urbana mexicana. En lo general, la gente aplaude
estas obras y gana algunos o muchos minutos en sus traslados cotidianos,
sin caer en cuenta de la reducida vigencia de las mejoras, que no hacen otra
cosa que fomentar el uso del automóvil, esto es, la plaga más agresiva de la
ciudad moderna.
En las calles, donde cientos de miles de automovilistas pasan varias de las
horas más valiosas de sus días, sobran gran cantidad de espectaculares
apilados compitiendo por atención en razón de su tamaño, luminosidad o
atributos de las modelos que aparecen en ellos. Casi sin querer, algo que
parecía tan natural se salió de las manos de la “autoridad” y la ciudad
amaneció un día como una de las más efectivas ventanas para la publicidad.
No por nada, la empresa francesa JC Decaux tiene presencia en 40 países y
69 ciudades en el mundo, obteniendo ganancias millonarias en el negocio de
vallas y marquesinas publicitarias en el mobiliario urbano. Showcase,
fundada por Isabel Miranda, en su página web garantiza a sus clientes
potenciales que son “la única empresa en el ramo que cuenta con grandes
protecciones legales ante los cambios que han existido”, lo que eso quiera
decir.
Como los puentes, muchas otras obras de relumbrón sobran en las ciudades.
Cada trienio en las calles céntricas aquí y allá se levanta el pavimento con
pretexto de que el alcalde anterior hizo obras deficientes, se entregan
contratos a compadres y parientes, y se ponen relucientes adoquines que
con suerte sobrevivirán a las siguientes elecciones. En Zacatecas una obra
posiblemente necesaria como la Ciudad Gobierno, para dar asiento a más de
tres mil burócratas del estado, se convirtió en faraónica, impagable y detenida
constantemente por las evidentes fallas constructivas que presentaba.
Finalmente, y sin descontar los innumerables matices del caso, sobran
muchos vendedores ambulantes en calles y plazas de las ciudades. Desde
luego, el fenómeno puede empezar enfocándose desde el admirable tezón de
miles de familias que encuentran en esta opción la única salida al desempleo,
la única posibilidad de ganar su sustento, y desde la consideración de que la
calle ha sido históricamente un lugar por excelencia para la sociabilidad de
los mexicanos. Otra parte, sin embargo, es el problema político con al menos
dos caras: una, la de los partidos, sus organizaciones o sus personeros, que
se encargan de conceder permisos a cambio de votos; y la otra, la de la
ineficacia, corrupción, displicencia, falta de autoridad o todas las anteriores,
que permiten constantemente el incremento de ambulantes. No se trata de
negar la salida económica que representan, se trata de buscar canales de
solución para ofrecer otras oportunidades de empleo, y se trata de atacar
prudentemente y con un diagnóstico bien fundado las raíces del mal. Si en
las ciudades mexicanas, prácticamente todas aunque sus grados sean
variables, se limitara considerablemente el ambulantaje, ganaríamos mucho
en limpieza, en mejorar su aspecto tan degradado, en seguridad y, desde
luego, debería ser un buen paso para mejorar la economía de millones de
personas que de ahí se sostienen. No habría que soslayar que en el
ambulantaje la costumbre es un factor de peso: no pocas ocasiones,
improvisar un comal para preparar quesadillas constituye el único horizonte,
el único medio de sobrevivencia conocido en algunas familias.
Existe la idea de que en México las ciudades en el pasado fueron bellas y
agradables. Con seguridad esas imágenes estuvieron sólo en la mente de
viajeros mentirosos y románticos. Como sea, siendo las actuales urbes
verdaderos monstruos de mil cabezas, se podría empezar a actuar con
voluntad, con pasos sencillos. No hay que descontar otros muchos
problemas, ni perder de vista realidades tan serias como la violencia actual
que recorre todos los territorios del país, o los añejos (y constantes)
asentamientos informales alrededor de todas nuestras ciudades, pero la
clave, habría que insistir, no es sólo económica ni estructural, es de orden, de
control, de uso eficaz del poder municipal, de planeación, de organización
comunitaria. Sin expectativas desproporcionadas ni endeudamientos
multimillonarios, sin megaobras, podría pensarse en ciudades más vivibles,
más equilibradas, más limpias, más sanas y ordenadas, y eso sería una
ganancia.
Gerardo Martínez Delgado
Historiador. Ha publicado Cambio y proyecto urbano. Aguascalientes
1880-1914.
http://www.nexos.com.mx/?p=22321