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opinión

Habremos de reabrir

Cuando la pandemia haya pasado constataremos que no habremos vuelto a la normalidad. Como denuncia la oposición chilena: la normalidad misma era el problema. Cambiarán nuestros hábitos

Pablo Salvador Coderch
La facultad de Física y Química en la Diagonal de Barcelona.
La facultad de Física y Química en la Diagonal de Barcelona.Albert Garcia

Añoso y crónico, debería estar muy asustado por la pandemia, pero no lo consigo. Y como la vida me ha pasado trabajando en casa bastantes horas cada año durante casi medio siglo, tener que hacerlo ahora confinado por obligación no me altera; es solo más de lo mismo.

Pero el oficio del profesor pide el contacto humano. Lo más valioso del trabajo de un universitario es su fáustico entorno, que no envejece jamás. Únicamente lo hago yo, nunca mis estudiantes, heraldos de una madurez que solo alcanzo a ver fuera de la universidad, cuando como asesor legal, alguna de mis interlocutoras me recuerda amable que fue alumna mía ante mi estupor siempre renacido, aunque originado no porque, como ella cree, yo no esperara el recuerdo, sino porque, al mirarla, constato que también la ha ido cargando con el peso de los años.

Cuando la pandemia —o su primera ola— haya pasado, y si puedo contárselo, constataremos que no habremos vuelto a la normalidad, pues, como reza el lema de protesta de la oposición chilena, la normalidad misma era el problema. Cambiarán nuestros hábitos.

Así, todos viajábamos demasiado: en nuestro oficio académico ha rozado el escándalo la organización de un congreso tras otro con el objeto inconfesado de usar la ciudad de Barcelona como imán para atraer a mis colegas, quienes luego correspondían invitándonos a un encuentro gemelo en su ciudad. Mandaban las universidades ubicadas en ciudades hermosas: si estaba en Venecia era mucho mejor que si habías de buscarla en un mapa y encontrarla en medio de ninguna parte. Lo mismo ocurría con un porcentaje elevado de viajes de empresa, de negocios, o de comidas y cenas. Esto no volverá a ser como antes. Tampoco dejarán de sufrir las artes, como el cine de siempre —háganse en su nombre imborrable con una copia de “Maravilloso Boccaccio” de Paolo y Vittorio Taviani, una película de 2015 apropiada al desastre de estas semanas—.

Cuando esto acabe, todos seremos más cautos. El consumo de ocio y entretenimiento sufrirá, pues todo será más básico, al menos durante un tiempo: no nos iremos muy lejos, haremos más excursiones que viajes, incurriremos en gastos prudentes, pero quien pueda permitirse invertir lo tendrá muy bien a medio y largo plazo.

Más me preocupa el crecimiento de los ganadores absolutos, de los grandes distribuidores, a costa de los pequeños: a estos, a los que sobrevivan a la pandemia, les quedará el refugio de ofrecer cercanía, calidad, calidez. Y nos harán mucha falta.

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Si los remedios a la pandemia no pasan pronto por una vacuna eficaz, cuando vuelvan las personas dedicadas al cuidado de los demás, al de casi todos nosotros, pedirán más por su trabajo y, a poco que los gobiernos se apliquen, la posición de estas personas mejorará, su trabajo irá a más.

Las calles de Barcelona, las de París, hasta los canales de la abusada Venecia están limpios como nunca anteriormente: todas las actividades que respeten el medio ambiente van a subir y los combustibles fósiles a bajar.

Pero la cuestión de la cual todavía no se habla acaso lo suficiente es cuánto puede aguantar el país sin sufrir una quiebra económica que cause más desgracias que la pandemia misma. Podemos y debemos parar un mes, acaso dos, pero no seis. Ahora, eso sí, el confinamiento ha de ser estricto y aplicado con rigor. Avanzado abril, dentro de un mes, habrá que empezar a debatir lo que hoy es inefable: cuándo y cómo reabrir. Ya estamos en medicina de guerra —a quien no tiene una probabilidad razonable de dos años adicionales de vida ya no lo entuban—. Y pronto pasaremos a una economía de guerra: habremos de endeudarnos más, pero también habremos de asumir abiertamente el reto de ir reabriendo el país y su economía, aunque sea poco a poco, y empezando por las personas que pertenecen a los grupos de menor riesgo o a las que ya hayan superado la enfermedad. Como alguien con doble riesgo, por edad y por afecciones crónicas, sé que esto que escribo ahora implica que yo vaya a seguir confinado cuando se abran las puertas de la economía y del trabajo a personas más jóvenes y más sanas, pero no puedo pedir mi libertad de movimientos a cambio de la de quienes pueden ayudarnos a todos. Hay que empezar a plantear alternativas a un confinamiento universal y largo. La pandemia nos está causando mucho daño. Pero una gran recesión podría hacernos más.

Pablo Salvador Coderch es catedrático emérito de Derecho civil en la Universitat Pompeu Fabra.

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