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Columna
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Los rasgos latinoamericanos de la peste

La región enfrenta la amenaza con fragilidades propias que vuelven a la pandemia mucho más corrosiva

Carlos Pagni
Un grupo de personas hace fila durante una distribución de alimentos en Honduras.
Un grupo de personas hace fila durante una distribución de alimentos en Honduras. ORLANDO SIERRA (AFP)

La expansión del coronavirus es global. Pero su impacto no es homogéneo. América Latina enfrenta la amenaza con fragilidades propias que vuelven a la pandemia mucho más corrosiva.

La peculiaridad más evidente es climática. A diferencia de Asia o de Europa, a los latinoamericanos esta enfermedad no los sorprende en invierno sino terminando el verano. Entre los misterios del nuevo virus está su relación con la temperatura. Todavía no es seguro que el frío le fortalezca. Pero, si se toman como referencia otros microorganismos similares, se podría pensar que en el hemisferio sur la dolencia será más larga.

Otra característica particular es que en la región existe una gigantesca economía informal. Según los países, puede representar entre el 30 y el 40% de la vida material. Esto significa que hay millones de personas que no cobran un salario. Y cuyas condiciones de empleo son inestables. La recesión que sobreviene al distanciamiento social y a las cuarentenas es mucho más agresiva para esos ciudadanos. Entre otras cosas, porque al Estado le cuesta mucho más identificarles y alcanzarles con su ayuda. Y son los que más necesitan ser ayudados.

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Dentro de este universo de trabajadores “en negro” se encuentran los más pobres, cuyas condiciones de vida son casi incompatibles con las recomendaciones del sistema sanitario. También es un rasgo propio de América Latina. Un rasgo triste. En las grandes periferias las familias viven hacinadas en urbanizaciones donde la vida es infrahumana. Son las favelas brasileñas, las villas miseria de la Argentina, los ranchos venezolanos o los pueblos jóvenes del Perú. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, allí se asientan alrededor de 90 millones de hogares de toda la región.

En esos grandes conglomerados, las casas son chozas precarias, a veces construidas con chapa y cartón. Las ambulancias tienen dificultades para entrar en esos laberintos de pasillos donde no hay calles. Allí carecen de cloacas. Y, en muchísimos casos, tampoco tienen agua corriente. Recluirse puede ser un calvario. Significa vivir con otras cinco o seis personas en un cuarto de tres metros cuadrados, con poca ventilación y menos luz. Las prescripciones de los médicos allí son abstracciones. ¿Cómo lavarse las manos con frecuencia? ¿Dónde se compra el alcohol en gel que, además de escasear, está cada día más caro?

La semana pasada, un grupo de curas y monjas que trabajan en villas del Gran Buenos Aires, divulgaron una declaración para llamar la atención sobre el enorme desafío que representa, en esos barrios, enfrentar la peste. Porque a las penurias que ya se enumeraron hay que agregar la expansión de las drogas más destructivas, cuyo consumo en las crisis aumenta. Y enfermedades propias de ese ambiente, como el asma, o el dengue, que este año proliferó mucho más que de costumbre en toda la región y que está produciendo más muertes que el coronavirus. No hace falta detallar el impacto de este drama en los venezolanos que están sumergidos. Ellos ya sufrían una crisis terminal en el sistema de salud cuando no se sabía de la existencia de la nueva enfermedad. Por eso fue sensata la diputada Jadira Feghali, del Partido Comunista, cuando la semana pasada lamentó en el Congreso de Brasil que la comunicación oficial se esté refiriendo al coronavirus como si fuera una patología de clase media.

El Estado no entra en esos gigantescos caseríos. En algunas favelas de Río de Janeiro, los que han tomado para sí la tarea de hacer cumplir la cuarentena son los narcos. En los suburbios de Buenos Aires, las autoridades han resuelto no ingresar a esas barriadas. Para evitar la contaminación se limitan a cercarlas. Así las favelas y villas se terminan de convertir en guetos.

América Latina tiene otra limitación específica para lidiar con la epidemia y la recesión. El sector público de todos los países es enorme pero débil. Brasil tiene un déficit fiscal de 6 puntos del PBI y, según Paulo Guedes, el ministro de Hacienda, los fondos destinados a reanimar la economía harán que aumente 4,8 puntos más. La Argentina pasará de un desbalance de 1% a otro de, por lo menos, 4. Se calcula que México incrementará su déficit en 5 puntos del producto. En medio de la pandemia, la pregunta puede ser extemporánea. Pero nadie sabe cómo se financiará ese desequilibrio.

La urgencia obliga a asistir a los más vulnerables. Aquellos a los que la contracción de la actividad económica originada en las medidas de aislamiento daña más. Son albañiles informales, jardineros, empleadas domésticas, cartoneros. Ellos no tienen capacidad de ahorro. Viven con lo que ganan en el día. Tampoco pueden almacenar comida ni artículos de limpieza. Están en el borde del hambre. Es el borde del que en estos días están cayendo.

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