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Pirómanos y Anestesistas S. A.

La reciente cumbre de Hanói entre Donald Trump y el líder norcoreano Kim Jong-un podría haber supuesto un paso decisivo para la pacificación de la Península de Corea, pero fracasó estrepitosamente

Trump y Kim Jong-un pasean tras su primer encuentro en Hanoi el pasado 28 de febrero.
Trump y Kim Jong-un pasean tras su primer encuentro en Hanoi el pasado 28 de febrero. AP

El fin del mundo y que nada cambie. La hecatombe y el statu quo. El Armagedón y El Gatopardo. Son destinos a los que se circula por rutas sospechosamente parecidas, y en las que cobran peaje casi siempre los mismos.

La reciente cumbre de Hanói entre Donald Trump y el líder norcoreano Kim Jong-un podría haber supuesto un paso decisivo para la pacificación de la Península de Corea, último vestigio de la Guerra Fría, y probable escenario de la peor carnicería desde la Segunda Guerra Mundial. Pero fracasó estrepitosamente. ¿Por qué lo hizo? En The New York Times, David E. Sanger y Edward Wong repasan en una crónica de largo alcance el descarrilamiento de la intentona diplomática entre los líderes de Estados Unidos y Corea del Norte, que pasaron en unos meses del borde de la crisis nuclear al enfático intento de distensión.

Los periodistas del Times, el diario que mejor toma el pulso al establishment de la política exterior estadounidense, dibujan un escenario en el que Trump, movido por ínfulas de Premio Nobel de la Paz en ciernes, viró por completo en su rumbo belicoso hace un año. No así sus cabecillas de política exterior, que maquinaron en la sombra para que no llegara a buen puerto la iniciativa, para terminar empujando a un Trump que, cegado por su ego, se presentó en Hanói a ofrecer a Corea del Norte “la misma oferta que Estados Unidos lleva tratando de imponer –y Corea del Norte rechazando— durante un cuarto de siglo”. Esta pasa por el desmantelamiento inmediato y con mínimas contrapartidas del arsenal nuclear norcoreano. A Trump, cuenta The New York Times, lo cebaron sus asesores y el aparato del ejército más poderoso del planeta y sus contratistas. Dejaron que nadara hasta la orilla, para ahogarse en las aguas vietnamitas de tan infausto recuerdo para los estadounidenses. En los think tanks, las tertulias televisivas, las salas de juntas de los patrones mercenarios y los despachos de asesores del Despacho Oval (que ocupan las mismas personas en diferentes momentos de sus vidas) se descorchó el champán.

Pero las consecuencias del encallamiento de las negociaciones pueden ser funestas, especialmente para los casi 80 millones de habitantes de las dos Coreas. También en el New York Times, la periodista coreana E. Tammy Kim relata la desazón del pueblo coreano ante una oportunidad perdida. “Gran parte del establishment de la política exterior, incluidos los legisladores demócratas”, escribe Kim, “reaccionó con petulante sorpresa. A Trump le habían engañado (los norcoreanos), dijeron, pero hacía bien en levantarse de la mesa en lugar de prometer demasiado. Y sin embargo, muchos surcoreanos se sintieron consternados”, escribe, en relación con la atascada intentona de reemplazar el armisticio de 1953, firmado por Estados Unidos pero no por Corea del Sur, por un verdadero acuerdo de paz.

“Trump no es un estadista modélico, y el balance de lo que va de su presidencia destaca por la imprudencia y la crueldad. Pero en el contexto coreano, su forma de ir contra la tradición de política exterior (que obedece, desde luego, a una búsqueda de la gloria personal) ha empujado menos a Corea del Norte al terreno de juego global”. Según Kim, las sanciones sobre Corea del Norte, herramienta preferida por Estados Unidos para el debilitamiento y la desestabilización de sus enemigos, terminan por pagarse caras en la mitad Sur de la península: pueden disparar el flujo de refugiados del Norte, socavar los intentos del Sur de mandar alimentos y otra ayuda humanitaria y dificultar la reunión de familias separadas por la guerra. Peor aún: empujan a Corea del Norte a parapetarse todavía más no ya con armas nucleares, sino con el arsenal de armamento convencional que atesora junto a la Zona Desmilitarizada, al otro lado de la frontera. Se trata pues –asesores pirómanos mediante— de abandonar una política estadounidense que “apenas ha variado en las siete décadas que han pasado desde la Guerra de Corea” y buscar un acuerdo que tendría virtudes más allá de las simbólicas en Corea del Sur: “Serviría para desmantelar la cultura del militarismo y la paranoia anticomunista que han justificado en ocasiones medidas represivas en el Sur”.

La historia de la paz coreana se escribirá –como se escribió su guerra— en inglés. Así lo cuenta en un comentario el reportero y productor de documentales Jon Schwarz. Schwarz inmortaliza el aplauso unánime del órgano político-mediático estadounidense a la firmeza de Trump con Corea del Norte. Este, señala el reportero, esconde una realidad mucho menos halagüeña para Estados Unidos y su papel en la Historia. Schwarz recuerda que durante a Guerra de Corea, en los años cincuenta del siglo pasado, Estados Unidos desplegó una de las ofensivas aéreas más devastadoras de la historia, lanzando sobre el país más toneladas de bombas de las que utilizó en todo el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial y aniquilando a uno de cada cinco norcoreanos. Hoy, recuerda Schwarz, no resulta creíble que Corea del Norte utilice sus armas nucleares de manera ofensiva, ya que esto supondría un suicidio. Pero estas suponen un elemento disuasorio ante una hipotética acción militar de Washington, y por eso resultan inaceptables. Esta situación, recuerda Schwarz citando el reciente libro de un experto en control de armas, llevó al borde de la guerra a ambas potencias nucleares en hasta tres ocasiones en 2017.

“Casi cualquier acuerdo hubiera sido preferible a que Trump volviera a casa con las manos vacías”, concluye Schwarz. Es así porque el actor más peligroso, de largo, en la Península de Corea es Estados Unidos y no Corea del Norte… Y eso en tiempos normales. Estados Unidos es todavía más terrorífico de lo normal bajo la batuta del gobierno Trump”.

Si Trump parece poco dotado para firmar la paz, su asesor de seguridad nacional es un superdotado en el arte de desatar la guerra. John Bolton, un hombre tan recalcitrante en su amor por las batallas en las que mueren los hijos de los demás como en su trabajado bigote de morsa, fue la sorpresa en Hanói. No se esperaba su presencia, y su visita de última hora sirvió para torpedear las conversaciones. Así lo cuenta en la revista The Nation Tim Shorrock, periodista estadounidense criado en Corea, y uno de las plumas mejor informadas sobre el conflicto más perenne del planeta. “En una entrevista con un periódico coreano, el exministro surcoreano para la unificación, Chong Se-hyun, sugirió que la cumbre descarriló por la asistencia ‘de última hora’ de Bolton, que ‘añadió exigencias de que Corea del Norte ofreciera detalles sobre sus armas químicas y biológicas’, además de sobre su arsenal nuclear. En respuesta, Chong dijo que los norcoreanos habían aumentado sus exigencias de levantamiento de sanciones’”.

El fracaso de la cumbre o el éxito de John Rambo Bolton –elijan ustedes— es en cualquier caso un duro golpe para el presidente surcoreano Moon Jae-in, que ha apostado su presidencia a la paz con Corea del Norte. “Moon había hecho saber a Trump antes de la cumbre que su país estaba dispuesto a servir de puente económico con Corea del Norte para lograr así llegar a un acuerdo definitivo”, cuenta Shorrock, que resalta la insistencia –rayana en desesperación—de Moon sobre Estados Unidos y las Naciones Unidas de que estos relajen las sanciones sobre Corea del Norte, para que ambos países puedan avanzar en sus planes bilaterales de cooperación económica. Moon y su homólogo norcoreano habían pactado entre otras medidas la unión de sus carreteras y vías de tren, o la reapertura de una zona industrial fronteriza. “Todos esos proyectos han encontrado un límite en las sanciones”. Pero las negociaciones no están rotas del todo.

¿Y ahora qué? De nuevo, resalta Shorrock, muchos coreanos depositan sus esperanzas en que Moon organice otra cumbre con Kim, como hizo cuando las conversaciones entre Corea del Norte y los Estados Unidos parecían al borde del colapso en 2018.

El triángulo belicoso que forman las dos coreas con Estados Unidos va camino de cumplir los setenta años. Y, para desenmarañarlo, no basta con la voluntad de las dos mitades de un pueblo. Hay que pedirle permiso al Tío Sam. Por más que lleva intentándolo desde su elección, Moon, hijo de refugiados del Norte, poco puede hacer contra un mastodonte que despliega 35.000 soldados en su país, mero peón en la batalla geopolítica con China. A Moon, que se ha cargado sobre los hombros la responsabilidad de pacificar la península, se le va achicando el margen de maniobra ante un interlocutor que vuelve –o al que le vuelven— a sus reflejos más beligerantes afilando el cuchillo de las sanciones y otro que ve en las bombas nucleares su seguro de vida. Y en estas entra el ínclito John Bolton, talibán neocon, dispuesto a acabar con la paz de un bigotazo.

En el Imperio del Siglo XXI, todos los caminos parecen llevar al botón nuclear. Quizá por eso, quienes realmente conocen el pasado y el presente coreano y sueñan con un futuro en paz ponen ahora el foco sobre las carreteras secundarias. En una entrevista con el noticiero Democracy Now! la activista Christine Ahn apostaba por la presión externa y dirigida estratégicamente: “No estamos ante un mero juego político. Están en juego las vidas de mucha gente”, señalaba una Ahn que intervenía desde Hanói descompuesta por el fracaso de Trump y Kim Jong-un. “Es un momento para que la comunidad presione, desde las Naciones Unidas, a los países que han estado del lado de Estados Unidos y les diga: ‘Se acabó. Ya está bien, Corea quiere la paz’. Y la comunidad internacional tiene que apoyarla”. 

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