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LIBERTAD FRENTE AL TEMOR - IRENE KHAN

El 10 de diciembre de 2006, mientras el mundo celebraba el Día de los Derechos Humanos, yo estaba en Jayyus, Cisjordania. Esta pequeña localidad está dividida en dos por el Muro, o más exactamente una elevada valla de alambre. El principal efecto que ha tenido el Muro, construido en abierto desafío al derecho internacional y supuestamente concebido para garantizar la seguridad de Israel, ha sido cortar el paso de la población palestina a sus huertos de cítricos y olivares. Una comunidad agrícola antaño próspera ha quedado empobrecida.

«Todos los días tengo que sufrir la humillación de controles de seguridad, obstrucciones por motivos insignificantes y nuevas restricciones que me impiden llegar a mi huerto, situado al otro lado. Si no puedo cultivar mis aceitunas, ¿cómo voy a sobrevivir?», se lamentaba indignado un agricultor palestino.

Mientras lo escuchaba, veía a lo lejos los pulcros tejados rojos y las paredes blanquísimas de un vasto y floreciente asentamiento israelí. Me preguntaba si sus residentes creían que un muro que amenaza el futuro de sus vecinos podía realmente mejorar su seguridad.

El miedo destruye nuestra comprensión mutua y nuestra humanidad compartida

Esa misma semana había visitado Sderot, una pequeña ciudad del sur de Israel que había sido atacada con cohetes por grupos palestinos de Gaza.

«Tenemos miedo -me contó una joven residente-. Pero sabemos que al otro lado hay mujeres como nosotras que también sufren, que también están asustadas y que se encuentran en una situación peor que la nuestra. Sentimos empatía por ellas, deseamos vivir en paz con ellas, pero nuestros dirigentes fomentan las diferencias y generan más desconfianza. Así que vivimos sumidas en el temor y la inseguridad.»

Esta valiente mujer israelí entendía lo que muchos líderes mundiales no alcanzan a percibir: que el miedo destruye nuestra comprensión mutua y nuestra humanidad compartida. Cuando vemos en los demás una amenaza, cuando estamos dispuestos a entregar sus derechos humanos a cambio de nuestra seguridad, participamos en un juego de suma cero. El sensato mensaje de esta mujer llega en un momento en el que nuestro mundo está tan polarizado como en los peores tiempos de la guerra fría y, en numerosos aspectos, alberga muchos más peligros. Los derechos humanos -esos valores globales, principios universales y normas comunes que se supone nos unen- se están tirando por la borda en nombre de la seguridad, hoy al igual que entonces. Como en la época de la guerra fría, la agenda mundial está impulsada por el temor, a su vez inducido, fomentado y sustentado por dirigentes carentes de principios.

El miedo puede ser un imperativo positivo de cambio, como en el caso del medio ambiente, donde la alarma sobre el calentamiento global está obligando a los políticos a tomar medidas, aunque tardíamente. Sin embargo, el miedo también puede resultar peligroso y divisivo cuando engendra intolerancia, amenaza la diversidad y justifica el menoscabo de los derechos humanos.

En 1941, el presidente estadounidense Franklin Roosevelt expuso su visión de un nuevo orden mundial basado en «cuatro libertades»: libertad de expresión y religión; libertad frente al temor y la miseria. Su liderazgo inspirador superó las dudas y unió a las personas. Hoy son demasiados los dirigentes que atropellan la libertad y pregonan un sinfín de temores: miedo a una avalancha de migrantes; miedo al «otro» y a perder la propia identidad; miedo a que los terroristas nos hagan saltar por los aires; miedo a los «Estados irresponsables» con armas de destrucción masiva.

El miedo prospera con líderes miopes y cobardes. El miedo sí tiene muchas causas reales, pero numerosos dirigentes mundiales adoptan un enfoque estrecho de miras al promulgar políticas y estrategias que socavan el Estado de derecho y los derechos humanos, acrecientan las desigualdades, alimentan el racismo y la xenofobia, dividen y perjudican a las comunidades, y siembran las semillas de las que surgirán violencia y más conflicto.

El miedo prospera con líderes miopes y cobardes

La política del miedo se ha vuelto más compleja por la aparición de grupos armados y grandes corporaciones que cometen o toleran abusos contra los derechos humanos. Ambos, aunque de diferentes maneras, desafían el poder de los gobiernos en un mundo en el que se desdibujan progresivamente las fronteras. Gobiernos débiles y organismos internacionales ineficaces son incapaces de hacerles rendir cuentas, por lo que las personas son vulnerables y viven con miedo.

La historia nos muestra que el progreso no se alcanza a través del miedo, sino de la esperanza y el optimismo. Entonces, ¿por qué algunos líderes fomentan el miedo? Porque les permite afianzar su propio poder, crear falsas certezas y eludir la rendición de cuentas.

El gobierno de John Howard presentó a solicitantes de asilo desesperados, llegados en botes que hacían agua, como una amenaza para la seguridad nacional de Australia, e hizo sonar falsas alarmas sobre una invasión de personas refugiadas. Esto contribuyó a su victoria en las elecciones de 2001. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el presidente estadounidense George W. Bush invocó el miedo al terrorismo para hacerse con poderes ejecutivos adicionales que no están sometidos a supervisión del Congreso ni a examen judicial. El presidente de Sudán, Omar Al Bashir, sembró el temor entre sus seguidores y en el mundo árabe de que el despliegue de una fuerza de mantenimiento de la paz de la ONU en Darfur serviría de pretexto para una invasión liderada por Estados Unidos al estilo de la de Irak. Entretanto, sus fuerzas armadas y las milicias aliadas continuaban matando, violando y saqueando con impunidad. El presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, manipuló miedos raciales para llevar a cabo su propio programa político consistente en apoderarse de tierras para sus seguidores.

Únicamente un compromiso común fundado en valores compartidos puede conducir a una solución sostenible. En un mundo interdependiente, los desafíos globales -ya sean la pobreza o la seguridad, la migración o la marginación- exigen respuestas basadas en los valores comunes de derechos humanos que unen a las personas e impulsan nuestro bienestar colectivo. Los derechos humanos son los cimientos de un futuro sostenible. Sin embargo, parece que hoy día impera la protección de la seguridad de los Estados en detrimento de la sostenibilidad de las vidas humanas y de los medios de subsistencia de hombres y mujeres.

MIEDO A LA MIGRACIÓN Y A LA MARGINACIÓN

En los países desarrollados, y también en las economías emergentes, se utiliza el miedo a ser invadidos por hordas de indigentes para justificar medidas cada vez más duras contra migrantes, personas refugiadas y solicitantes de asilo, en contravención de las normas internacionales de derechos humanos y trato humano. Debido a los imperativos políticos y de seguridad del control de las fronteras, los procedimientos de concesión de asilo han dejado de ser un mecanismo de protección para convertirse en un instrumento de exclusión.

En Europa, los índices de reconocimiento de la condición de refugiado han descendido drásticamente con el paso de los años, pese a que los motivos para solicitar asilo (violencia y persecución) siguen siendo tan acuciantes como siempre. La hipocresía de la política del miedo es tal que los gobiernos denuncian a ciertos regímenes pero se niegan a proteger a quienes escapan de ellos. Diversos gobiernos occidentales han condenado las severas políticas de Corea del Norte, pero se muestran mucho más reticentes a pronunciarse sobre la suerte de unas 100.000 personas norcoreanas que, según informes, viven ocultas en China, y de las cuales centenares son devueltas cada semana a Corea del Norte por las autoridades chinas.

La mano de obra migrante alimenta el motor de la economía mundial. Sin embargo, sufre el rechazo brutal, la explotación, la discriminación y la desprotección de gobiernos de todo el mundo, desde los países del Golfo o Corea del Sur hasta República Dominicana.

En 2006, murieron ahogadas o desaparecieron en el mar 6.000 personas africanas en su intento de alcanzar Europa. Otras 31.000 -cifra seis veces mayor que en 2005- llegaron a las Islas Canarias. Al igual que el Muro de Berlín no pudo frenar a quienes deseaban huir de la opresión comunista, la implacable vigilancia de las fronteras europeas no está logrando contener a quienes tratan de escapar de la pobreza extrema.

Millones de personas son desalojadas por la fuerza sin el debido proceso, indemnización ni alojamiento alternativo

A largo plazo, la respuesta no radica en la construcción de muros para impedir la entrada, sino en la promoción de sistemas que protejan los derechos de las personas vulnerables al tiempo que se respeta la prerrogativa de los Estados de regular la migración. Los instrumentos internacionales proporcionan este equilibrio. Los intentos de debilitar la Convención de la ONU sobre el Estatuto de los Refugiados o de eludir la Convención de la ONU sobre los Derechos de los Migrantes -que ningún país occidental ha ratificado- son contraproducentes.

Si la migración no regulada es el miedo de las clases ricas, el capitalismo desenfrenado, impulsado por la globalización, es el temor de los pobres. El auge de ciertos mercados está creando oportunidades para algunas personas, pero también ensancha la brecha entre quienes «tienen» y quienes «no tienen». Los beneficios de la globalización son muy dispares, tanto en el ámbito mundial como en cada país. América Latina soporta el peso de algunas de las mayores desigualdades del mundo. En India, la economía ha crecido a una media del 8 por ciento en los últimos tres años, pero más de la cuarta parte de la población sigue viviendo por debajo del umbral de la pobreza.

Estos datos revelan la cara oscura de la globalización. La marginación de amplios sectores de la humanidad no debe tratarse como un coste inevitable de la prosperidad mundial. Nada es inevitable en las políticas y decisiones que niegan los derechos económicos y sociales de las personas.

El creciente programa de trabajo de Amnistía Internacional sobre los derechos económicos y sociales está dejando al descubierto la realidad que se oculta tras el miedo de la gente: en muchas partes del mundo, las personas son empujadas a la pobreza y atrapadas en ella por la acción de gobiernos corruptos y empresas codiciosas.

En África, Asia y América Latina, mientras la tierra sufre la presión de la minería, el desarrollo urbano y el turismo, comunidades enteras -millones de personas- son desalojadas de sus hogares por la fuerza, a menudo excesiva, sin el debido proceso, indemnización ni alojamiento alternativo. Los desplazamientos ocasionados por exigencias de desarrollo no son un problema nuevo, pero poco parece haberse aprendido de experiencias pasadas. Sólo en África ha habido más de tres millones de personas afectadas desde 2000, por lo que los desalojos forzosos se han convertido en una de las violaciones de derechos humanos más extendidas y menos reconocidas del continente. Se llevan a cabo en nombre del progreso económico, pero, en realidad, dejan a los más pobres de los pobres sin hogar y, con frecuencia, sin acceso a agua limpia, atención a la salud, saneamiento, empleo o educación.

África sufre desde hace tiempo la codicia de los gobiernos y las empresas occidentales. Ahora se enfrenta a un nuevo desafío, procedente de China. El gobierno y las compañías chinas han mostrado poca consideración por la «impronta de derechos humanos» que dejan en el continente. China se ha granjeado el interés de gobiernos africanos por su deferencia hacia la soberanía nacional, su antipatía por los derechos humanos en la política exterior y su disposición para tratar con regímenes abusivos. Por esas mismas razones, la sociedad civil africana le ha brindado un recibimiento mucho más frío. Las condiciones de salud y seguridad en el trabajo y el trato a la mano de obra en las empresas chinas no se han ajustado a las normas internacionales. China, que es el mayor consumidor del petróleo que se produce en Sudán y uno de sus proveedores de armas más importantes, ha protegido al gobierno sudanés de la presión ejercida por la comunidad internacional, aunque hay indicios de que China podría estar modificando su postura.

Las empresas llevan tiempo resistiéndose a las normas internacionales vinculantes

La debilidad, el gran empobrecimiento y, con frecuencia, la profunda corrupción de ciertos Estados han generado un vacío de poder que están llenando las empresas y otros agentes económicos. En algunos de los países más ricos en recursos y con la población más pobre, las grandes corporaciones han ejercido su poder ilimitado para obtener de los gobiernos concesiones que privan a las comunidades locales de los beneficios de los recursos naturales, destruyen sus medios de vida, las desplazan de sus hogares y las exponen al deterioro medioambiental. La indignación suscitada por la injusticia y la negación de los derechos humanos ha provocado protestas que han sido reprimidas con brutalidad. Buen ejemplo de esta situación es el delta del Níger, región del sur de Nigeria rica en petróleo que ha sido devastada por la violencia en los últimos veinte años.

Las empresas llevan tiempo resistiéndose a las normas internacionales vinculantes. La ONU ha de hacer frente a este desafío elaborando normas y promoviendo mecanismos que obliguen a rendir cuentas a las grandes corporaciones por su impacto en los derechos humanos. La necesidad de que existan normas de ámbito internacional y sistemas de rendición de cuentas eficaces se vuelve más apremiante a medida que aparecen en el mercado mundial empresas multinacionales procedentes de entornos jurídicos y culturales diversos. La búsqueda de tierra, madera y recursos minerales por parte de grandes conglomerados de empresas amenaza la identidad cultural y la supervivencia diaria de numerosas comunidades indígenas de América Latina. Algunas de ellas, víctimas de discriminación racial y condenadas a vivir en la extrema pobreza y en lamentables condiciones de salud, están a punto de desintegrarse. En este contexto, el hecho de que la Asamblea General de la ONU no haya logrado aprobar en 2006 la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas constituye otro testimonio desafortunado de los poderosos intereses que obstaculizan la supervivencia misma de los grupos vulnerables.

La libertad de expresión sólo debe restringirse cuando existe una intención evidente de incitar al odio racial o religioso

Aunque las personas ricas son más ricas cada día, no se sienten necesariamente más seguras. El aumento de la delincuencia y de la violencia armada son fuente de miedo constante, lo que ha llevado a muchos gobiernos a adoptar políticas que en teoría combaten enérgicamente la delincuencia pero que en realidad criminalizan a los sectores más desfavorecidos y los exponen al doble peligro de la violencia de las bandas y la brutalidad policial. Los niveles cada vez más altos de violencia criminal y policial en São Paulo y la presencia del ejército en las calles de Río de Janeiro en 2006 han puesto de manifiesto el fracaso de las políticas de seguridad pública de Brasil. Proporcionar seguridad a un grupo de personas a costa de los derechos de otro no soluciona el problema. La experiencia muestra que la mejor forma de reforzar la seguridad pública es mediante un enfoque integral que combine una actuación policial mejorada con la provisión de servicios básicos como la atención a la salud, la educación y el alojamiento de las comunidades más desfavorecidas, de modo que éstas sientan que defender la seguridad y estabilidad de la sociedad redunda en beneficio propio. A fin de cuentas, promover los derechos económicos y sociales para todas las personas es el mejor enfoque para abordar los miedos tanto de las clases ricas como de las pobres.

EL MIEDO ENGENDRA DISCRIMINACIÓN

El miedo alimenta el descontento y conduce a la discriminación, el racismo, la persecución de minorías étnicas y religiosas y los ataques xenófobos contra personas con ciudadanía u origen extranjero.

Cuando los gobiernos cierran los ojos ante la violencia racista, ésta puede volverse endémica. En Rusia, los «crímenes de odio» contra personas extranjeras y minorías son habituales pero, hasta hace poco, raras veces se enjuiciaban porque alimentaban la propaganda nacionalista de las autoridades.

A medida que la Unión Europea se expande hacia el este, la prueba de fuego de su compromiso con la igualdad y la no discriminación será el trato dispensado a su propia población romaní.

Desde Dublín a Bratislava, siguen arraigadas las actitudes antirromaníes, que se manifiestan en la segregación y discriminación en la enseñanza, la salud y la vivienda, y en la exclusión de la participación en la vida pública, persistente en algunos países. En numerosos Estados occidentales, la discriminación es fruto del temor a una migración incontrolada y, tras los atentados del 11 de septiembre, se ha visto agravada por estrategias antiterroristas dirigidas contra la población árabe, asiática y musulmana. El miedo y la hostilidad de un bando ha provocado alienación e indignación en el otro.

La creciente polarización ha dado poder a extremistas de ambos lados del espectro, por lo que ha disminuido el espacio para la tolerancia y la discrepancia. Cada vez son más patentes los incidentes de islamofobia y antisemitismo. En numerosas partes del mundo, los sentimientos antioccidentales y antiestadounidenses están en su máximo apogeo, como quedó demostrado por la facilidad con que algunos grupos incitaban a la violencia tras la publicación en Dinamarca de unas viñetas que muchas personas musulmanas consideraron ofensivas.

El aumento del miedo al terrorismo y a la inseguridad ha reforzado la represión

El gobierno danés defendió con toda razón la libertad de expresión, pero no afirmó con firmeza ni prontitud su compromiso de proteger a la población musulmana residente en Dinamarca contra la discriminación y la exclusión social. El presidente de Irán instó a que se celebrase un debate con el fin de recabar apoyo para negar la existencia del Holocausto. El Parlamento de Francia aprobó un proyecto de ley por el que se penalizaba la negación del genocidio armenio a manos de los otomanos.

¿Dónde ha de establecerse el límite entre proteger la libertad de expresión e impedir la incitación al odio racial? El Estado tiene la obligación de promover la no discriminación y de impedir los delitos racistas, pero puede hacerlo sin limitar la libertad de expresión. No se debe restringir la libertad de expresión a la ligera. Es cierto que puede usarse para propagar mentiras, y no sólo para difundir la verdad, pero sin ella no hay modo de esgrimir argumentos para combatir las mentiras, no hay modo de buscar la verdad y la justicia. Por eso, la libertad de expresión sólo debe restringirse cuando exista una intención evidente de incitar al odio racial o religioso, no cuando el propósito sea manifestar una opinión, por desagradable que sea.

En la sentencia relativa a la causa Albert-Engelmann-Gesellschaft MBH v. Austria, dictada en enero de 2006, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos describió la libertad de expresión como «uno de los pilares básicos de una sociedad democrática y una de las condiciones esenciales para su progreso y para la realización de cada persona [...] este derecho es aplicable no sólo a la "información" o a las "ideas" [que se consideran aceptables], sino también a las opiniones que ofenden, escandalizan o molestan. Éstas son las exigencias del pluralismo, la tolerancia y la amplitud de miras, sin las cuales no puede existir una "sociedad democrática" ».

DISCRIMINACIÓN Y DISENTIMIENTO

La libertad de expresión es fundamental para garantizar el derecho a disentir. Donde no hay disentimiento, el derecho a la libertad de expresión está en peligro. Donde no hay disentimiento, la democracia está oprimida. Donde no hay disentimiento, la tiranía levanta la cabeza. Sin embargo, la libertad de expresión y el derecho a disentir siguen reprimiéndose de diversas maneras, desde la persecución de profesionales del periodismo y la literatura y de personas dedicadas a la defensa de los derechos humanos en Turquía a los homicidios políticos de activistas de izquierdas en Filipinas.

En el centro de detención estadounidense de Guantánamo, la única forma de protesta que posiblemente les quede a los detenidos es la huelga de hambre. En 2006, unos 200 detenidos que recurrieron a ella fueron alimentados a la fuerza mediante tubos introducidos por la nariz, método particularmente doloroso y humillante. Cuando se recibieron informes sobre el suicidio de tres detenidos, el jefe de la fuerza conjunta estadounidense de Guantánamo describió los sucesos como un acto de «guerra asimétrica». La seguridad nacional a menudo ha servido de excusa a los gobiernos para suprimir la posibilidad de disentir. En los últimos años, el aumento del miedo al terrorismo y a la inseguridad ha reforzado la represión, o el riesgo de que se produzca, de diversas maneras. Abusos «a la vieja usanza» contra la libertad de expresión, reunión y asociación han recobrado vigencia en el Norte de África y Oriente Medio. En las democracias liberales, la red de leyes y políticas antiterroristas, en constante aumento, constituye una amenaza potencial a la libertad de expresión. En 2006, por ejemplo, Reino Unido promulgó legislación que tipificaba vagamente el delito de «fomento del terrorismo» e incorporaba el concepto todavía más confuso de «glorificación del terrorismo».

En Estados Unidos, las autoridades mostraron más interés en averiguar la fuente de la filtración del artículo aparecido en el periódico The Washington Post sobre los «lugares negros» de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) que en investigar las políticas que llevaron a la creación de esas prisiones secretas, en contravención del derecho internacional y estadounidense.

El viraje autoritario del gobierno en Rusia ha tenido un efecto demoledor en los colectivos de periodistas y defensores de los derechos humanos. Tras intimidar a la prensa rusa y asumir el control de gran parte de ella, el presidente Vladimir Putin dirigió su atención en 2006 a las ONG rusas y extranjeras promulgando una polémica ley destinada a regular la financiación y actividades de estas organizaciones. En un ejercicio de relaciones públicas previo a la cumbre del G- 8, Putin se reunió con un grupo de ONG internacionales, entre ellas Amnistía Internacional. Cuando se le informó del impacto perjudicial de la nueva ley en la sociedad civil de Rusia y se le instó a que la suspendiera a la espera de que se realizaran más consultas sobre las posibles enmiendas, el presidente respondió: «No hemos aprobado esta ley para terminar derogándola». Tres meses después se cerró, en aplicación de la nueva ley, la Sociedad para la Amistad Ruso-Chechena, ONG de derechos humanos que trabajaba para exponer las violaciones cometidas en Chechenia.

En la era de la tecnología, internet se ha convertido en la nueva frontera de la lucha por el derecho a disentir

Lamentablemente, Rusia no es el único país que intenta silenciar las opiniones independientes sobre derechos humanos. Desde Colombia a Camboya, desde Cuba a Uzbekistán, los gobiernos han promulgado leyes destinadas a restringir la actividad de las organizaciones de derechos humanos y la labor de los activistas, los han calificado de desleales o subversivos, han procesado a quienes se atreven a exponer las violaciones de los derechos humanos y han lanzado campañas de desprestigio con la ayuda de medios de comunicación sin escrúpulos, en un esfuerzo por infundir miedo y deslegitimar el trabajo del colectivo de activistas.

En la era de la tecnología, Internet se ha convertido en la nueva frontera de la lucha por el derecho a disentir. Con la ayuda de algunas de las empresas de tecnologías de la información más grandes del mundo, gobiernos como los de Arabia Saudí, Bielorrusia, China, Egipto, Irán o Túnez vigilan salas de chat, eliminan blogs, restringen los motores de búsqueda y bloquean sitios web. En China, Egipto, Siria, Uzbekistán y Vietnam se ha encarcelado a personas por colgar o compartir información en la red. Toda persona tiene derecho a buscar y a recibir información y a expresar pacíficamente sus convicciones sin miedo ni injerencias. En 2006, Amnistía Internacional emprendió una campaña con el apoyo del periódico británico The Observer (que publicó en 1961 el primer llamamiento de la organización) para demostrar que ni los gobiernos ni las grandes corporaciones conseguirán silenciar al colectivo de activistas de derechos humanos, ni dentro ni fuera de Internet.

LIBERTAD PARA LAS MUJERES

La perniciosa relación entre discriminación y disentimiento se recrudece especialmente en las cuestiones de género. Mujeres activistas han sido detenidas por pedir la igualdad de género en Irán, asesinadas por promover la educación de las niñas en Afganistán y denigradas o sometidas a violencia sexual en todo el mundo. Las mujeres que trabajan en asuntos de orientación sexual y derechos reproductivos han sido particularmente blanco de ataques, y han sufrido agresiones y marginación.

Las defensoras de los derechos humanos corren un doble peligro: como activistas y como mujeres, es decir, por su trabajo y por su identidad. Sufren ataques tanto del Estado como de la sociedad, no sólo porque exponen los abusos contra los derechos humanos, sino también porque desafían las estructuras de poder patriarcales y las convenciones sociales y culturales que sojuzgan a las mujeres, toleran la discriminación y favorecen la violencia de género. En los últimos años, los derechos humanos de las mujeres han sufrido los efectos de dos tendencias paralelas: la ofensiva y la retirada. La ofensiva contra los derechos humanos en el contexto del antiterrorismo ha afectado tanto a mujeres como a hombres. Y en un ambiente de miedo y fundamentalismo religioso, los gobiernos han retirado lo dicho y se han retractado de sus promesas de fomentar la igualdad de género.

En todas las sociedades del mundo, la violencia contra las mujeres sigue siendo uno de los abusos más graves y habituales que se cometen hoy día contra los derechos humanos. La violencia prospera debido a la impunidad, la apatía y la desigualdad. Uno de los ejemplos más patentes de impunidad es el conflicto de Darfur, donde las violaciones de mujeres y niñas aumentaron en 2006 a medida que se intensificaba el conflicto y se extendía a zonas limítrofes de Chad. Uno de los ejemplos más insidiosos de apatía es Guatemala, donde más de 2.200 mujeres y niñas han sido asesinadas desde 2001, pero han sido pocos los casos investigados, y todavía menos los que se han llevado a juicio. Abundan los ejemplos del impacto de la desigualdad, pero quizás uno de los más tristes sean los elevados índices de mortalidad materna e infantil -por ejemplo, en Perú- causados por la discriminación en los servicios de salud.

Se están destinando miles de millones de dólares a la «guerra contra el terror», pero ¿dónde están la voluntad política o los recursos para combatir el terror sexual contra las mujeres? El régimen de apartheid establecido en Sudáfrica provocó indignación en todo el mundo. ¿Dónde está la indignación por el apartheid de género que se vive hoy día en algunos países?

Aunque el perpetrador sea un soldado o el líder de una comunidad, aunque la violencia cuente con el consentimiento oficial de las autoridades o sea tolerada por la tradición cultural o las costumbres, el Estado no puede eludir su responsabilidad de proteger a las mujeres.

El Estado tiene la obligación de salvaguardar la libertad de elección de las mujeres, no de restringirla. Por ejemplo, el velo y el pañuelo de las mujeres musulmanas se han convertido en motivo de disputa entre culturas, en símbolo de opresión para un bando y en atributo esencial de libertad religiosa para el otro. Está mal obligar a las mujeres de Arabia Saudí o Irán a llevar el velo. También está mal que en Turquía o Francia se prohíba por ley cubrir la cabeza con el pañuelo. Y es un desatino que los dirigentes de los países occidentales afirmen que un trozo de tela es un obstáculo serio para la armonía social. En el ejercicio de su derecho a la libertad de expresión y religión, una mujer debería poder elegir libremente lo que desea llevar puesto. Los gobiernos y los líderes religiosos tienen la obligación de crear un entorno seguro en el que toda mujer pueda tomar esa decisión sin la amenaza de violencia ni coerción.

La universalidad de los derechos humanos implica que éstos conciernen de igual manera a mujeres y a hombres. Esta universalidad, tanto en la interpretación como en la aplicación, es el instrumento más poderoso contra la violencia de género, la intolerancia, el racismo, la xenofobia y el terrorismo.

MIEDO AL TERRORISMO

En el ámbito del terrorismo y el antiterrorismo brotan las manifestaciones más dañinas del miedo. Ya sea en Mumbai (Bombay) o en Manhattan, las personas tienen derecho a estar seguras y los gobiernos tienen la obligación de proporcionar esa seguridad. Sin embargo, se han concebido estrategias antiterroristas perversas que apenas han logrado reducir la amenaza de la violencia o garantizar la justicia a las víctimas de los ataques, pero que sí han hecho mucho daño a los derechos humanos y al Estado de derecho.

Como los tribunales de Reino Unido frustraron en 2004 las políticas de detención indefinida de personas sin cargos ni juicio adoptadas por el gobierno, éste ha empezado a recurrir más asiduamente a la expulsión o a las «órdenes de control», que en la práctica permiten al ministro del Interior mantener a personas bajo arresto domiciliario sin necesidad de iniciar ningún proceso penal. De ese modo, los sospechosos son condenados sin haber sido nunca declarados culpables. Se pervierte el espíritu del Estado de derecho, pero se mantiene la forma.

En 2006, Japón promulgó una ley para acelerar la expulsión de toda persona considerada por el ministro de Justicia como «posible terrorista». Así, ya no se decidirá la suerte de un ser humano por sus actos, sino por la capacidad omnisciente de los gobiernos ¡para predecir lo que aquél podría hacer en el futuro!

En el ámbito del terrorismo y el antiterrorismo brotan las manifestaciones más dañinas del miedo

El gobierno de Estados Unidos persigue incesantemente un poder ejecutivo discrecional sin restricciones y trata el mundo como si fuese un gran campo de batalla en el que librar su «guerra contra el terror»: secuestra, detiene, recluye o tortura a personas sospechosas, directamente o con la ayuda de países tan lejanos como Pakistán o Gambia, Afganistán o Jordania. En septiembre de 2006, el presidente Bush admitió por fin lo que Amnistía Internacional sabía desde hace mucho tiempo: que la CIA ha estado administrando centros de detención secretos en condiciones que constituyen crímenes de derecho internacional.

No hay nada que encarne tan bien la globalización de las violaciones de derechos humanos como el programa del gobierno estadounidense de «entregas extraordinarias». Investigaciones del Consejo de Europa, el Parlamento Europeo y una investigación pública realizada en Canadá han proporcionado indicios convincentes de complicidad, connivencia o aquiescencia de varios gobiernos europeos y otros (democráticos como Canadá o autocráticos como Pakistán), que confirman los resultados de las indagaciones previas de Amnistía Internacional. En los últimos años, cientos de detenidos han sido trasladados ilegalmente por Estados Unidos y sus aliados a países como Siria, Jordania y Egipto. En este sistema carente de transparencia, corren el riesgo de sufrir desaparición forzada, tortura y otros malos tratos. Algunos han ido a parar a Guantánamo, a prisiones administradas por Estados Unidos en Afganistán o a «lugares negros» controlados por la CIA.

Los equipos letrados no pueden dirigirse a las autoridades, solicitar una revisión judicial o exigir un juicio justo para estos detenidos por la sencilla razón de que nadie sabe dónde están ni quién los recluye. Por los mismos motivos, es imposible realizar tareas de observación internacional. El doble discurso del gobierno estadounidense no ha mostrado ni un ápice de pudor. Estados Unidos ha condenado a Siria como parte del «eje del mal», pero transfirió a un ciudadano canadiense, Maher Arar, a la custodia de las fuerzas de seguridad sirias para que lo interrogaran, a sabiendas de que corría el peligro de ser torturado. Pakistán es otro de los países a los que el gobierno estadounidense ha cortejado y considerado aliado en su «guerra contra el terror», a pesar de los motivos de preocupación sobre su historial de derechos humanos.

Ha habido un claro impulso en el camino hacia la transparencia, la rendición de cuentas y el fin de la impunidad

Afortunadamente, parece que cada vez es mayor en muchos países la convicción de que perseguir la seguridad a toda costa es una estrategia peligrosa y perjudicial. Las instituciones europeas se están volviendo más rigurosas en sus exigencias de rendición de cuentas, y los tribunales están menos dispuestos a ceder a las pretensiones de los gobiernos. La comisión encargada de la investigación pública realizada en Canadá instó a que las autoridades canadienses ofreciesen disculpas y una indemnización a Maher Arar, y a que se investigasen otros casos similares. Informes elaborados por el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo están motivando llamamientos en favor de un mayor escrutinio de los servicios de seguridad. En Italia y Alemania se han dictado órdenes de detención contra agentes de la CIA.

Ha habido un claro impulso en el camino hacia la transparencia, la rendición de cuentas y el fin de la impunidad. Pero Estados Unidos sigue sin sumarse a este impulso. En medio de la fiebre preelectoral, el presidente Bush convenció al Congreso para que aprobase la Ley de Comisiones Militares, anulando así el efecto de la sentencia dictada por la Corte Suprema de Justicia en 2006 en la causa Hamdan v. Rumsfeld y otorgando legalidad a lo que la opinión mundial consideraba inmoral. El diario The New York Times la describió como «una ley tiránica que pasará a engrosar la lista de los momentos más negros de la democracia estadounidense».

El gobierno de Estados Unidos sigue haciendo oídos sordos a los llamamientos realizados en todo el mundo a favor del cierre de Guantánamo. No se arrepiente de la red mundial de abusos que ha tejido en nombre del antiterrorismo. Permanece indiferente al sufrimiento de miles de personas detenidas y de sus familias, al perjuicio causado al derecho internacional y los derechos humanos, y a la destrucción de su propia autoridad moral, que se ha desplomado ante el resto del mundo a niveles mínimos, mientras la inseguridad sigue siendo tan elevada como antes.

En 1987, el juez Brennan, de la Corte Suprema de Estados Unidos, escribió lo siguiente: «Tras el final de cada periodo percibido como una crisis de la seguridad, Estados Unidos ha caído en la cuenta, no sin remordimiento, de que no habría sido necesario suprimir las libertades civiles. Sin embargo, ha demostrado ser incapaz de evitar cometer el mismo error cuando sobreviene otra crisis». La renovación del Congreso estadounidense permite albergar esperanzas de que cambie el rumbo de los acontecimientos, y de que demócratas y republicanos acaben encontrando un interés compartido en restablecer el respeto por los derechos humanos, dentro y fuera del país, exigiendo la rendición de cuentas, creando una comisión de investigación y derogando la Ley de Comisiones Militares o modificándola sustancialmente para ajustarla al derecho internacional.

DERECHO A NO SUFRIR VIOLENCIA

Cuando los valores mundiales de derechos humanos se dejan de lado con impunidad, surgen intereses locales, a menudo impulsados por grupos sectarios, étnicos o religiosos que en ocasiones recurren a la violencia. Aunque por lo general sus prácticas vulneran los derechos humanos, estos grupos están ganando apoyo entre la gente corriente en varios países porque se los ve como adalides contra las injusticias ignoradas por los gobiernos y la comunidad internacional.

Entretanto, en lugar de hacer que estos grupos rindan cuentas de sus abusos, los gobiernos parecen alimentar precisamente los factores que los hacen más fuertes. En Afganistán, el gobierno y la comunidad internacional han desperdiciado la oportunidad de construir un Estado eficiente y operativo basado en los derechos humanos y el Estado de derecho. La elevadísima inseguridad, la impunidad y la corrupción e ineficacia de los organismos gubernamentales, en combinación con altos índices de desempleo y pobreza, han minado la confianza de la opinión pública. Por otra parte, los millares de víctimas civiles de las operaciones militares lideradas por Estados Unidos han avivado el resentimiento. Los talibanes se han aprovechado del vacío político, económico y de seguridad para controlar amplias partes del sur y el este del país.

La desatinada aventura militar en Irak se ha cebado con los derechos humanos y el derecho humanitario, ha sembrado el rencor entre la población, ha dejado crecer el poder de los grupos armados y ha convertido el mundo en un lugar mucho menos seguro. La insurgencia se ha transformado en un conflicto sectario, brutal y sangriento. El gobierno apenas ha dado muestras de comprometerse a proteger los derechos humanos de la población iraquí. La policía iraquí, en la que hay infiltrados muchos miembros de milicias sectarias, fomenta las violaciones de los derechos humanos, en vez de combatirlas. El sistema judicial iraquí es extremadamente inadecuado, como quedó confirmado en el juicio plagado de deficiencias que se celebró contra Sadam Husein y en la grotesca ejecución de éste.

En lugar de hacer que estos grupos rindan cuentas de sus abusos, los gobiernos parecen alimentar precisamente los factores que los hacen más fuertes

Para que haya esperanzas de cambio en los pronósticos apocalípticos sobre Irak, es necesario que el gobierno iraquí y quienes le brindan apoyo militar establezcan puntos de referencia claros en materia de derechos humanos: desarmar a las milicias, reformar la policía, revisar el sistema judicial, poner fin a la discriminación sectaria y garantizar la igualdad de derechos para las mujeres.

En los territorios palestinos ocupados, el efecto acumulado de las medidas adoptadas por las autoridades israelíes, incluidas las severas restricciones a la libertad de circulación, la expansión de los asentamientos y la construcción del Muro en Cisjordania, ha estrangulado la economía local. La población civil palestina está atrapada entre las luchas de facciones que enfrentan a Hamás y Fatah, y los bombardeos irresponsables del ejército israelí. Al no haber justicia ni un final de la ocupación a la vista, la población palestina, mayoritariamente joven, se está radicalizando. No sobrevivirá ninguna tregua ni triunfará ningún proceso político en Oriente Medio a menos que se aborde la impunidad y se dé prioridad a los derechos humanos y a la seguridad de las personas.

En Líbano se han intensificado las divisiones sectarias tras la guerra entre Israel y Hezbolá. Todas las partes en conflicto explotan los agravios que genera la ausencia de rendición de cuentas por abusos del presente y del pasado (tanto los cometidos durante la guerra de 2006 como los asesinatos políticos y las desapariciones forzadas perpetradas durante la guerra civil de 1975-1990). El gobierno recibe presiones para dar más margen de acción a Hezbolá. Existe un riesgo real de que el país vuelva a sumirse en la violencia sectaria. Un comentarista ha predicho un panorama aterrador de Estados que se desintegran, desde el Hindu Kush hasta el Cuerno de África, con Pakistán, Afganistán y Somalia en los extremos, e Irak, los Territorios Ocupados y Líbano en el centro de esa franja de inestabilidad. Otras voces vaticinan el resurgimiento de la mentalidad de la guerra fría del «ellos y nosotros», en la que los Estados poderosos tratan de combatir a sus enemigos en guerras «por delegación» que se libran en territorio ajeno. El pronóstico de los derechos humanos es grave.

UN FUTURO SIN MIEDO

Podemos dejarnos arrastrar por el síndrome del miedo o podemos adoptar un enfoque radicalmente opuesto: un enfoque basado en la sostenibilidad, y no en la seguridad.

Posiblemente el término «sostenibilidad» les resulte más familiar a las personas expertas en economía del desarrollo o en medio ambiente, pero es también crucial para el colectivo de activistas de derechos humanos. La estrategia sostenible fomenta la esperanza, los derechos humanos y la democracia, mientras que la estrategia de seguridad se centra en los miedos y peligros. El desarrollo sostenible es la mejor forma de garantizar la energía. Del mismo modo, la mejor manera de lograr la seguridad humana es mediante instituciones que promuevan el respeto por los derechos humanos.

La sostenibilidad requiere un fortalecimiento del estado de derecho y de los derechos humanos, en el ámbito nacional e internacional

Para alcanzar la sostenibilidad es necesario rechazar la mentalidad propia de la guerra fría, según la cual cada superpotencia patrocina su propio club de dictaduras y regímenes abusivos. Es preciso fomentar liderazgos éticos y políticas libres de prejuicios. La sostenibilidad requiere un fortalecimiento del Estado de derecho y de los derechos humanos, en el ámbito nacional e internacional. Se ha prestado mucha atención a la celebración de elecciones, en Bolivia o Bangladesh, en Chile o Liberia. Sin embargo, tal como ha quedado demostrado en República Democrática del Congo e Irak, no basta con crear las condiciones necesarias para que las personas puedan emitir su voto. Es mucho mayor el reto de promover una buena gobernanza -incluida una estructura jurídica y judicial eficaz-, un Estado de derecho basado en los derechos humanos, una prensa libre y una sociedad civil activa.

Un sistema basado en el Estado de derecho que funcione adecuadamente en el ámbito nacional es la salvaguardia última de los derechos humanos. Pero tal sistema, si pretende ser verdaderamente justo, ha de incluir a las mujeres y a los sectores desfavorecidos. La mayoría de las personas indigentes no están amparadas por la ley. Para que su inserción en el sistema sea significativa, es necesario hacer efectivos los derechos económicos y sociales materializándolos en políticas y programas públicos. En demasiados países sigue negándose la igualdad ante la ley a las mujeres. La igualdad de acceso de las mujeres a todos los derechos humanos no es sólo un prerrequisito para la sostenibilidad de éstos, sino también una condición previa para la prosperidad económica y la estabilidad social.

La sociedad civil no permitirá que los líderes mundiales olviden Darfur mientras la población siga corriendo peligro

Para alcanzar la sostenibilidad es preciso revitalizar la reforma de la ONU en materia de derechos humanos. El Consejo de Seguridad, humillado y dejado a un lado por sus miembros más poderosos, e ignorado por gobiernos como los de Sudán e Irán, ha perdido mucha credibilidad. Sin embargo, cuando la ONU fracasa, también se erosiona la autoridad de sus Estados miembros más fuertes. Estados Unidos también saldrá ganando si descarta su enfoque selectivo respecto a la ONU y reconoce el valor del multilateralismo como medio fundamental de promover una mayor estabilidad y seguridad a través de los derechos humanos.

El Consejo de Derechos Humanos de la ONU parece manifestar algunos síntomas preocupantes de división en facciones que traen a la memoria los que afectaron al órgano que lo precedió. Pero aún es posible un cambio. Los Estados miembros pueden desempeñar una función constructiva -y algunos, como India y México, ya lo hacen- para transformar el Consejo en un órgano más dispuesto a abordar las crisis de derechos humanos y menos proclive al exclusivismo político y a la manipulación.

El nuevo secretario general de la ONU también ha de hacer valer su liderazgo como defensor de los derechos humanos. La ONU tiene una responsabilidad única en materia de derechos humanos que ninguna otra entidad le puede usurpar. Todos los órganos y el funcionariado de la ONU han de estar a la altura de este compromiso.

La sostenibilidad de los derechos humanos significa nutrir la esperanza. De los numerosos ejemplos de 2006 podemos extraer enseñanzas para el futuro. El final del conflicto de Nepal, que el país arrastraba desde hacía diez años y que conllevó abusos contra los derechos humanos, constituye un claro ejemplo de lo que puede lograrse mediante el esfuerzo colectivo. La ONU y gobiernos que mostraban interés, en colaboración con líderes políticos nacionales y activistas de derechos humanos del país y el extranjero, respondieron a la enérgica llamada del pueblo nepalí.

La justicia internacional es primordial para mantener el respeto por los derechos humanos: en 2006, Nigeria entregó por fin al ex presidente liberiano Charles Taylor al Tribunal Especial para Sierra Leona a fin de que fuese juzgado por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. La Corte Penal Internacional inició su primer proceso contra un señor de la guerra de República Democrática del Congo por reclutar a niños y niñas soldados. El Ejército de Resistencia del Señor, grupo rebelde ugandés, es el siguiente en la lista de la Corte, al igual que los responsables de las atrocidades cometidas en Darfur. Al insistir en que los grupos armados, y no sólo los agentes gubernamentales, deben rendir cuentas de sus actos, la Corte sienta un importante precedente en una época en que los grupos armados hacen demostraciones de fuerza que tienen consecuencias devastadoras para los derechos humanos.

Las organizaciones de la sociedad civil pusieron en marcha una campaña masiva que llevó a la Asamblea General de la ONU a aprobar en 2006 una resolución para empezar a elaborar un tratado internacional sobre el comercio de armas. La proliferación de armas es una amenaza grave para los derechos humanos, y la voluntad de los gobiernos de ponerla bajo control es un paso importante hacia la consecución de un mundo «liberado del temor». Estos avances -y muchos otros- han tenido lugar gracias al valor y al compromiso de la sociedad civil. De hecho, el más significativo de los signos que permiten albergar esperanzas de transformación en el panorama de derechos humanos es el propio movimiento de derechos humanos: millones de defensores y defensoras, activistas y personas de a pie, incluida la membresía de Amnistía Internacional, que están pidiendo un cambio.

Marchas, peticiones, virales, blogs, camisetas o brazaletes pueden parecer insignificantes en sí mismos, pero, al unir a las personas, liberan una energía que no debe subestimarse. Darfur se ha convertido en un símbolo de solidaridad internacional gracias a los esfuerzos de la sociedad civil. Lamentablemente no se ha puesto fin a los homicidios, pero la sociedad civil no permitirá que los líderes mundiales olviden Darfur mientras la población siga corriendo peligro. La justicia de género tiene todavía un largo camino que recorrer, pero la campaña de la activista iraní de derechos humanos y ganadora del Premio Nobel de la Paz Shirin Ebadi por la igualdad de las mujeres en Irán ha prendido una antorcha que no se apagará hasta que se haya ganado la batalla. Por su parte, la campaña a favor de la abolición de la pena de muerte cobra cada vez más fuerza gracias a la acción de la sociedad civil.

El poder de las personas transformará el rostro de los derechos humanos en el siglo XXI. Más que nunca, la esperanza está viva.

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